Vegueria del Penedès

Mi Vida Italiana (6) El cura La Visca


Juan Re Crivello Vilanova i la Geltrú

04-12-2006 Última revisió: 28-03-2014 18:33

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Al entrar, la amplia nave de la iglesia pintada en blanco, dejaba entrever un cierto cansancio para mantener su anterior esplendor. Las imágenes del calvario de Cristo, colgaban en el lateral acompañando los bancos centrales. Hacia la mitad del recinto estaba el sitio donde acostumbraba a sentarme, desde este espacio intimo y a la vez publico, en la pared a mi derecha, la sucesión de escenas del calvario me iluminaban como un fogonazo. ¿Qué me fascinaba de esta representación?. Tal vez la lenta y terca caminata de un individuo que arrastraba una cruz y en su camino –para zozobra de mi fe- le veía rodeado por personas incapaces de detener su marcha. Y al alargar la vista, siempre me detenía una palabra puesta en el remate de la cruz: INRI. ¡Indescifrable!. Esta expresión no hacia mas que le diera vueltas al tema. ¿Era el apellido?. O, ¿quizás una advertencia?. El peso de aquel término daba mayor contraste a la cara del crucificado.

En la misa, un sacerdote de más de 80 años e infatigable, caminaba a pasos cortos e indecisos. La Visca siempre cumplía con el rito de alargar la sesión hasta casi las dos horas. Entre el martirio de Cristo y las caras de los feligreses esperando que aquello acabara mi niñez purgaba con la ansiedad. Este cura tenia por costumbre entrar y salir de los temas dando la impresión que aquello se acababa y… vuelta a empezar. Mi familia todos los domingos asistía con sus vestidos de gala, pero antes de entrar se preguntaban: ¿quedaremos libres a la una o a las dos?. Otra de mis aficiones era recorrer con mi mirada la fila central, deteniéndome a la altura de la tercera hilera, allí una señora cantaba los salmos. Empezaba con una voz lenta, imprecisa, que subía con fuerza hasta repetir: ¡Oh sana!. El delirio de su enorme voz aparecía solitaria en tamaño espacio y se estrellaba con una fingido silencio que las familias mantenían ante tanta voluntad que les atravesaba. Parecía sugerir –el bel canto- un cierto desequilibrio entre la voluptuosa pasión en escena y el autocontrol de la intimidad que ejercitaba cada adulto después de un sábado copioso en comidas o sexo a escondidas. Y así, ella sola se veía inmersa en la responsabilidad de acompasar aquel sinuoso avance y retroceso que el padre imponía en una u otra dirección de la misa. En este embrollo siempre dudaba si debía ponerme de pie o sentarme. Me confundía este ejercicio sucesivo de descanso al sentarme, de rodillas en el arrepentimiento y de pie para mirar a Cristo sin culpa. Debo confesar que a partir de la hora y media, la rabia, el deseo de acabar con aquello, o unos torpes bostezos -dependiendo de quien lo ejerciera- daban paso a un marasmo mayor entre los feligreses. Ya no sabían en cuales de las tres etapas colocarse. El de mi lado sentado, yo de rodillas y el de frente cuchicheando de pie con el vecino. La Visca les ponía a todos en una sinrazón cercana a la desdicha, pero a medida que transcurria el ejercicio, los sueños y fantasías crecían en esas mentes con el fin de olvidar el aburrimiento que les dominaba. Y por encima de las miradas la gran carga de sensualidad u odio se apoderaba de todos nosotros.

A veces mi cabeza giraba hacia atrás: ¿Y aquellos hombres?. Los de allí, si, aquellos que estaban siempre de pie. Se agolpaban al final, cerca de la puerta de salida. Eran los que no aceptaban sentarse, o llegaban tarde, o venían a cumplir. Si me aburría demasiado, me quedaba el recurso de ver las caras que ponía el cura. Por momentos miraba fijamente hacia la sala, en otros se emancipaba de ella huyendo en locura hacia el cielo, mientras aceleraba las explicaciones en latín que nadie comprendía. Para luego detenerse y volver hacia el tema del que había escapado presa del pánico. Esto lo acompañaba hasta llegar al momento en que partía una ostia inmensa por la mitad, seguidamente la introducía en su boca. Aquella inmensa cosa se me hacia imposible de entender, me imaginaba a aquellos magos de circos que metían en su boca y la garganta cimitarras hasta el estomago. Y luego el rito del vino y esa gasa que utilizaba para limpiarse acabado el festín. Y como un insulto dejaba escapar la frase: ¡ora seco secolorum! Y la mujer del tercero comenzaba a cantar y nos poníamos de pie para sentarnos un segundo y vuelta de pie, para ver como la gente salía en dirección al altar para recibir la comunión, en un jaleo de almas y olores a colonia de domingueros en busca de … la paz.

Debo decir que al llegar a la comunión, el padre La Visca preso de la emoción ya vagaba en delirio sin saber cuando acabar. Su desquicio acentuaba hasta límites insoportables la manía de entrar y salir en los temas, pero todos ya limpios de pecados empujábamos en una conmoción espiritual colectiva a este hombre al final.
Pasados unos años regrese de visita a aquella iglesia, La Visca había muerto y el nuevo -La Roca, echaba misa en media hora y ya no eran en latín. Asistí invitado a una de ellas, al salir observe que los feligreses salían de allí disgustados, frustrados con sus mejores galas sin saber en que ocupar su tiempo. Una sensación de fastidio les embargaba, los hombres aumentaron sus visitas al bar y el alcohol reemplazo aquel momento. Y las mujeres regresaron a sus domicilios antes sin otro consuelo que las faldas más blancas y libres que el roce de misa. En la fachada de la Iglesia había crecido una grieta que bajaba hasta la puerta sin desmayo y de manera arrebatadora. ¿Y la cantante?. Se lió con un director de orquesta, grabo un disco y se hizo famosa, pero siempre añorando su actuación de la tercera fila. Al sentarme en el mismo sitio, el Cristo seguía reeditando los pasos hacia la cruz.*

*Y algunos cambiaron de Iglesia y se fueron a escuchar misa a la de las monjas.

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