Soy uno de esos seres pintorescos que todavía afirman ser comunistas. Ya sabe, uno de esos gafudos repelentes que puede citarle a Engels porque lo han leído hasta la última coma, y a quien le rechinaron los dientes cuando el PCE, buscando mansamente la aceptación de un mundo cada vez menos idealista, formó con otros la coalición Izquierda Unida. En mi tierna juventud viví en California y colaboré con el Socialist Workers Party, un partido minoritario rebosante de ingenuidad y dogma. Vamos, uno de tantos donde sus miembros vestían tejanos viejos y no se peinaban, desde el que se publicaba un periódico incendiario con grandes titulares y muchos signos de admiración, y en cuyas reuniones nos preparábamos para el inminente derrocamiento de nuestro gobierno y, con él, el de todo el sistema capitalista.
Hoy, a una edad más madura y de regreso al país que me vio nacer, vuelvo la vista atrás y sonrío recordando la inocencia del que fue mi partido comunista. Pero también sonrío con orgullo, porque en aquel partido tan pequeño aprendí a defender los derechos de todos los seres que habitan nuestro planeta. Más allá del dogma, mi partido se dedicaba al debate de ideas nuevas, siempre basándose en el gran principio socialista de la evolución hacia un mundo más justo. Así, entre otros temas, debatíamos los espectáculos con animales, no sólo por nuestro “radical” sentido de la justicia, sino por la degradación que el disfrute de estos espectáculos suponía para la clase obrera.
Claro, usted todo esto lo calificará de americanada, como ya calificó el sentimiento antitaurino de prejuicio anglosajón. No voy a criticar su postura a favor de las corridas de toros, que cada cual tiene derecho a pensar como quiera, pero sí pretendo, y considero mi deber como compañera suya de ideología, darle mi versión de lo que es en realidad el socialismo.
El socialismo, en primer lugar, es educación. Me refiero a preparación intelectual, no a las buenas maneras, aunque éstas nunca están de más. Tampoco hablo de carreras universitarias, sino de mantenerse informado por varios medios y de cuestionar siempre la información adquirida, incluso la obtenida por medios fiables. Si así lo hiciera, Sr. Llamazares, sabría que el movimiento antitaurino tiene sus raíces más sólidas en el Estado Español, como es en el Estado Español donde tiene una fuerza tan extraordinaria que a los medios de comunicación estatales les es cada vez más difícil ignorar. Ya ve usted lo que ocurrió con las declaraciones de Cristina Narbona. Entre otras cosas sirvieron para que algunos personajes de la llamada izquierda, como el Sr. Blanco o usted mismo, enseñaran el color de su ropa interior. Y también sirvió para que usted demostrara no saber nada del fenómeno social antitaurino ni de los intelectuales españoles que lo han apoyado a lo largo de la historia, desde el gran Lope de Vega hasta la premiada Lucía Etxebarría, pasando por plumas tan prestigiosas como Leopoldo Alas, Miguel de Unamuno, Francisco Umbral, Jesús Mosterín, Manuel Vicenç y un largo e hispano etcétera.
El socialismo, como he dicho anteriormente, es justicia para todos. Pero dejemos de lado los animales y concentrémonos sólo en las personas, cuyos derechos usted sí dice defender. Las dehesas para la cría de toros de lidia forman parte de los grandes latifundios que, en el sur de España, han causado el desarraigo del pueblo andaluz. Según explica el historiador Paul Preston en su gran obra Franco, la cría de toros de lidia se incrementó con la extensión de las dehesas durante el franquismo, fomentando así la expulsión masiva de los campesinos que hasta entonces cultivaban esas tierras ajenas, lo cual intensificó la miseria de la postguerra y, poco más tarde, la emigración masiva de campesinos andaluces hacia otras tierras. La cría de toros de lidia, que precisaba mucha menos mano de obra que cualquier cultivo, supuso una tremenda inversión económica para los grandes terratenientes, puesto que la tauromaquia, arma indiscutible para la idiotización del pueblo, recibió en la nueva España de charanga y pandereta el mayor impulso de toda su historia.
Si bien en aquellos tiempos el torero solía ser una de esas víctimas del sistema latifundista, un desdichado que se echaba al ruedo para salir de la miseria aun a riesgo de morir atravesado por el asta de un toro, hoy en día lo único que queda de aquel patético personaje es el machismo imperante en el mundo de los toros. Las aventuras sexuales del torero moderno son harto conocidas, como también lo son sus inmensos ingresos económicos (a menudo incrementados por suculentos enlaces con intereses ganaderos y casi siempre por vender su vida y milagros a la prensa rosa), y la absoluta falta de riesgo en el ruedo. Con un toro afeitado, golpeado, drogado y cegado, las corridas son una auténtica farsa que sólo sirve para paliar el hambre de dinero y fama de unos, y el hambre de sangre de otros. Por todo ello, en nuestros días es extremadamente difícil que un torero muera en la plaza. Pero no lo es que fallezca un obrero en accidente laboral. Según CCOO, fueron 1.352 los fallecidos en 2006 por causas laborales. Sin embargo, no se les enalteció, no se les calificó de valientes y, en la mayoría de los casos, ni se les pagaban sueldos decentes. Supongo que los buenos españoles sin prejuicios anglosajones tendríamos que aceptar esta desigualdad tan hispana, ya que nuestros líderes más proletarios la dan por buena.
También como he mencionado, el socialismo es evolución. Izquierda Unida cuenta con algunos socios autonómicos (ICV, por ejemplo), y con unas bases innovadoras con las que sus líderes parecen haber perdido el contacto. Si bien no dudo que muchos votantes de IU sean aficionados a los toros, le aseguro que IU cuenta con una juventud que evoluciona mucho más deprisa que la añeja cúpula del partido. De hecho, en todo el Estado Español la juventud de IU se distingue por su activa solidaridad con los animales, paradoja sobre la que usted debería reflexionar porque, si la base se horada, la cúpula podría sufrir un descalabro de dimensiones históricas.
El socialismo, además, no tiene fronteras. Por supuesto que nuestros camaradas anglosajones (y de muchos otros países que no lo son) nos apoyan en nuestra lucha contra las corridas de toros, como les apoyamos nosotros para eliminar sus aberraciones autóctonas. En el caso de Inglaterra, por ejemplo, apoyamos la abolición de la caza del zorro, pero jamás se ha sabido que nuestros detractores ingleses hayan calificado esta lucha de “prejuicios hispanos”. Será porque, al contrario que en otros países que gozan de mayor autoestima, en España cualquier tipo de innovación se achaca a los de fuera, como si fuéramos incapaces de actuar por nosotros mismos. Imagínese, Sr. Llamazares, que los principios de su partido fueran calificados de “prejuicios soviéticos”. Ahora que lo pienso, ya se hizo. Durante cuarenta años, ni más ni menos.
Por último, el socialismo es igualdad. Usted, al hablar de prejuicios anglosajones, lo hizo desde una postura de paternalismo, es decir, desde una postura de superioridad intolerable en un líder de la izquierda. En otras palabras, dijo que una inmensa parte del pueblo español, la antitaurina, no piensa, sino que deja que otros, en este caso los anglosajones, piensen por ellos. Irremediablemente me recuerdan sus palabras a las del Sr. Aznar, que calificó al pueblo vasco de inmaduro cuando su partido perdió varios escaños en las penúltimas autonómicas. Ahora resultará, Sr. Llamazares, que usted y el PP tienen varias cosas en común. Piénselo a la hora de los pactos en las próximas elecciones generales, podría encontrar la solución para que evitar que los dos partidos, a golpe de disbarates verbales entre otras cosas, se desplomen de forma irreversible.
Señor Llamazares, le animo pues a que piense y actúe como un verdadero hombre de izquierdas. No se aleje de los nobles principios que lo llevaron hasta donde está ahora, no se deje atrapar por un rancio y falso patriotismo que sólo sirve para perpetuar unos valores caducos de los que nuestra gente se siente cada vez más avergonzada. Al fin y al cabo, los espectáculos taurinos no son más que la horrorosa culminación de otras muchas miserias.
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