Monólogos de la casada

Capítulo V

Portada del libro Monólogos de la Casada

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¿Qué se debe hacer cuando ya no aguantas más ese sentimiento de soledad, aunque vivas en pareja y rodeada de hijos por todas partes menos por una, como las penínsulas, que te une a no sé qué, pero a algo te debe unir ya que no te pegas un tiro?

¿Qué hacer para dejar de sentir que tu vida avanza a la velocidad del A.V.E. y que no tuviste tiempo de apearte en ninguno de los lugares bonitos por donde pasó?

¿Cómo desembarazarse de esa auto acusación constante de que cuanto te pasa lo has provocado tú y que, como dice tu madre, eres la única responsable porque todo el mundo sabía cómo iba a ser tu pareja pero tú no quisiste escuchar a nadie?

¿Por qué no se firman contratos temporales renovables por ambas partes cada seis meses, como en las empresas? ¿O también te engañarían durante el tiempo de prueba y en cuanto el contrato fuese definitivo, ¡zas!, se pondrían en larga enfermedad, apechugando una con los gastos?

Llegas a casa pasadas las siete, cargada como una mula porque te diste de narices con el supermercado y recordaste, claro, los fallos de la despensa. Subes penosamente, abres la puerta y antes de traspasar el tranquillo, suspiras hondo, como para animarte antes de empezar el último tramo laboral del día. Cuando dejas las llaves colgadas de su clavo correspondiente, te descalzas con trabajo usando los pies (las manos las traes llenas) y ya te arremete el ruido espantoso que reina en tu dulce hogar.

En la tele, vociferan estridentes esos enanos animados japoneses que el chico se traga sin pestañear; el último disco del Rapero de moda traspasa la puerta forrada de pino de la habitación del mayor (y eso que le regalaste para Reyes ese último modelo de auriculares inalámbricos), mientras simula que está estudiando para no sé qué parcial; oyes el calentador aullar agonizante y el agua de la ducha simular una pedrada de primavera contra la mampara, con lo que supones que tu hija llegó a casa del entrenamiento de baloncesto y que, según tus cálculos, lleva ya una media hora con el grifo abierto. Por fin, tu pareja está cómodamente situada ante su ordenador, teclea que teclea, instalando el último programa que bajó de Internet y que va a permitir darle no sé qué alas a la máquina, que el disco duro se duplique y un sinfín de chuladas más.

Nadie se ha percatado de que has llegado hasta que no has dejado las bolsas de la compra en la cocina y te dejas ver por la sala. El chico de la casa es quien lanza el grito de guerra: “¡Ya llegó mamá!” Como una avalancha, se te vienen encima los otros, con un beso fugaz y un ¿cuándo cenamos? Porque el uno debe ir no sé dónde, el pequeño porque la comida de la escuela era asquerosa, el otro porque... ¡Y yo qué sé! Hace ya tantos años que ya no sabes, que ya no te importa, que como una autómata te diriges al cuarto, te cambias la ropa, recoges la sucia del suelo y la llevas a la canasta; que miras pasando por el comedor esa tabla de planchar en el mismo sitio que la dejaste la noche anterior, la ropa doblada sobre la misma mesita y que no enamoró a nadie para conseguir que la acomodaran en la repisa o cajón adecuado de un armario; que calculas el tiempo que ya lleva en casa tu pareja por las diferentes tazas de café que se ha ido bebiendo y dejando por encima de los muebles...

No dices ya nada. ¿Para qué?

Recuerdas la primera pelea, hace más de diez años, cuando nació el benjamín, donde desapareciste con el crío unos días a casa de tus padres, gritándoles que o colaboraban o te largabas para siempre...
¡Enséñales! –decía tu madre. Entonces elaboraste planes semanales con las tareas de casa, donde cada uno se responsabilizaba de algo de su agrado... Duró lo que duran las tormentas de primavera porque el actor principal, el padre, siempre tenía causas atenuantes (reuniones, jaquecas...). Su ejemplo cundió y comprendiste que los refranes son grandes verdades inalterables: nadie enseña a quien no quiere aprender.

Por todo ello has llegado a una situación cuya salida no ves clara, porque romper con todo sería la segunda vez y te encierras en esa soledad, compañera de tu vida, de tus pensamientos, de tus sueños desvanecidos, de esa vejez que ya sientes en el alma y en las carnes...

Como decía la buena de Lole Montoya en sus “Bulerías de la pena”:

“Qué pena más grande Amor
que te recuerde sin pena,
qué pena que ya no hay cadena
que nos una a los dos...
¡Qué pena que no fue nada
y todo lo pudo ser!”

Y siguiendo la vena musical, aquel otro estribillo que canta mi admirada Soledad Bravo:

“Caramba mi Amor, caramba,
Qué bello que hubiera sido,
si tanto como te quise
así me hubieras querido...”




Podeis encontrar el libro en:

- Llorens
- La Mulassa (avda Francesc Macià)
- Llibrería Nova
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- La llibrería Cèlia




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