Magda Bandera |
07-06-2005 23:14
- Pixie y Dixie, arriba y arriba.
A mi hermana esa frase le ponía de los nervios. Entre otras cosas porque no tenía claro si ella era Pixie o Dixie. Mi madre era la que mejor interpretaba el papel del gato Mr. Jinks con su acentazo andaluz (en realidad, pronunciaba Pissidissi todo junto).
El caso es que en diez minutos nos lavábamos la cara, nos vestíamos, recogíamos los libros, nos hacíamos las trenzas y nos bebíamos el cola-cao en plan Sant Hilari (como decimos en Cataluña) o de un buche (como decimos en Málaga). Esa sensación de carrera nos ha acompañado toda la vida y ahora creo que tiene su lado positivo: improvisamos como nadie y trabajamos muy bien bajo presión.
Explico esto porque tengo un fin de semana conductista. Desde el viernes estoy hablando con amigos que son profesores que me explican cómo viven el día a día en las aulas. Hace poco una alumna mandó a la mierda a una de ellas por absolutamente nada. Cuando llamó al padre éste le rogó que por favor, limaran asperezas, porque él no podía tenerla en casa si la expulsaban. Esa misma maestra oyó el otro día, palabras textuales, que una chica de catorce años le decía a otra con cara de odio:
- Si la pillo le arranco los pelos del coño y le reviento la cabeza.
Frases similares oigo cada tarde desde mi casa. Son los chavales que se sientan en la plaza y meriendan una dosis de porritos. Ninguno pasa de los quince. No hablan, sólo chillan.
Como he escrito en varios posts, me niego a escribir identificando juventud y violencia. Pero también sería hipócrita negar que la situación se está desbocando. Algo está pasando y no estamos haciendo nada para evitarlo. La periodista Maricel Chavarría citaba el domingo en La Vanguardia una frase de Víctor Hugo: "Abrid escuelas para cerrar prisiones".
Poco después empezaba en Antena 3 un reportaje sobre bandas juveniles. Son la nueva moda (real y también mediática). En la prensa, varios artículos tratan el mismo tema. Ayer la noticia era que Blair pensaba impulsar un plan contra el gamberrismo juvenil. Eso me hizo recordar la visita de un inglés que el año pasado estuvo a punto de vivir a mi casa a una de las habitaciones que alquilaba. Sus primera preguntas fueron:
- ¿Cuál es el índice de criminalidad de esta ciudad?
Yo le dije que lo desconocía, pero chiquitín: Aquí se vive muy bien.
Y digo preguntas, y no pregunta, porque repitió la misma hasta cuatro veces durante aquella tarde. Después fue desarrollándola:
- ¿Roban muchos coches?
- ¿Hay peleas entre bandas?
- ¿Los jóvenes llevan navajas habitualmente?
A mí me pareció que él que estaba mal era él y le recomendé que se fuera a un lugar más tranquilo. Ahora vive en Málaga. No sé qué tal estará en la Costa del Sol. En cualquier caso, ahora le entiendo mejor.
El otro día una amiga iba en su coche cuando en mi tranquila ciudad asomó el morro en una esquina porque no tenía visibilidad. Un coche con una parejita que acababa de cumplir los diecinueve pegó un frenazo, pero aun así le dio un refregón, la velocidad a la que iban eran de escándalo. El conductor se bajó en plan energúmeno y empezó a llamarla de gilipollas para arriba con muchísima agresividad.
Finalmente, cuando ella le ofreció hacer papeles y él admitió que en el fondo todo ocurrió porque él iba como loco, hablaron pausadamente. Y hablaron demasiado, porque los ocupantes del coche de detrás empezó a impacientarse. Nuevamente, la retahíla de insultos fue de aúpa. Los que chillaban cuatro jóvenes.
Mi amiga y la pareja siguieron charlando un par de minutos, pero la pandilla de detrás se desesperaba cada vez más. El primer muchacho se encaró a ellos y les dijo que dejaran de hacer el gilipollas.
Fue la frase definitiva.
Salieron los cuatro y fueron a por él. Mi amiga se encerró en su coche y deseó que la pelea acabara pronto. Dice que nunca había pasado tanto miedo.
Escenas similares veo cada vez que cojo el tren de Barcelona a mi ciudad los sábados por la noche.
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