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Cartes a la direcció
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María del Mar Moreno
- La Torre de Claramunt
- 06-08-2025 10:42
Romanyà Valls. Eix
Hay un tipo de ruido que no descansa. Que trabaja todos los días del año, sin pausas, sin fines de semana, sin verano
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Es el ruido de una fábrica que nunca duerme. Que vibra en las paredes, se filtra por las ventanas y se mete en los sueños de quienes viven demasiado cerca.
Mientras algunos hacen las maletas para desconectar del mundo, otros —los vecinos de estas industrias— no pueden desconectarse ni siquiera de su propia casa. Porque el zumbido de las máquinas, el golpe seco del metal, el rugido constante de los motores forman ya parte del paisaje sonoro obligatorio. Y no hay escapatoria. No hay botón de apagado. No hay vacaciones para los oídos.
Las autoridades suelen hablar de progreso, de empleo, de desarrollo. Pero pocas veces se detienen a preguntar qué significa vivir al lado de una fábrica que nunca se calla. Pocas veces miden el impacto del ruido como una forma de violencia cotidiana. Porque el ruido también desgasta. También enferma. No solo al cuerpo, con insomnio, dolores de cabeza o estrés crónico. También al ánimo, a la sensación de hogar, a la dignidad.
El descanso debería ser un derecho, no un privilegio. El silencio, una necesidad básica, no un lujo inalcanzable. Pero mientras la maquinaria siga funcionando sin regulación adecuada, sin barreras acústicas, sin responsabilidad social, el ruido seguirá imponiéndose como un dictador invisible. Un invasor legalizado por la indiferencia.
Y es que cuando el ruido no hace vacaciones, tampoco las hacen quienes lo sufren. Porque no se trata solo de volumen: se trata de respeto. De límites. De justicia ambiental. De recordar que detrás de cada decibelio hay una persona que solo quiere dormir, leer, conversar, vivir… en paz.
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