Déjame soñar contigo

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Como todas las mañanas, Marta adormecida, seguía un cotidiano ritual. Se levantaba. Iba al baño, lavaba su cara y preparaba el desayuno. Un significativo e intenso aroma a café recorría la casa. Preparó su café con leche, agarró la taza y salió a la terraza a contemplar aquella preciosa y cálida mañana.

Era una amplia terraza, llena de jardineras, y en estas, cientos de florecillas brotaban y empezaban a ver la luz. Dejó la taza sobre una mesa, y se arrimó al muro. Una suave brisa peinó su pelo. Cogió aire y alzó sus brazos para estirarse, y gritó: ¡Buenos días Salamanca!

Marta tenía 38 años, era ponente en la universidad de Salamanca e impartía clases de derecho allí. Llevaba siete años en la ciudad pero ella era canaria, de la isla de Tenerife. Tenía un dulce acento tinerfeño al hablar que así la delataba. Se sentó junto a la mesa y se dispuso a pintarse las uñas de los pies. Tenía un pie en el suelo y otro justo sobre la silla. Con una mano sostenía su rodilla y con la otra coloreaba sus uñas. Tranquilamente. Sin prisas, pues esa mañana no tenía clases. De fondo, la evocadora y sugestiva voz de Sade.

Ni por un instante sospechaba que, sigilosa en sus movimientos, estos estaban siendo observados por su vecino. Iván salió a fumar y discreto, se quedó tras sus plantas al verla. Él era unos años menor que ella, compartía piso y era estudiante de arquitectura. Ambos tenían en común que eran dos extraños en una bella ciudad. Él era de Vigo; y como buen amante del arte, adoraba la belleza que Marta proclamaba.

La observaba en el ascensor. La veía llegar a casa, cargada de libros, con paso liviano. Parecía un ángel en nubes de algodón. La contemplaba leer en la terraza, regar y mimar con delicadeza sus plantas. Pero como más la admiraba, era tal cual estaba en ese instante. Recién levantada. Con el pelo enmarañado y la cara lavada. Con esa camiseta blanca de tirantes anchos y las piernas totalmente desnudas. En su figura al trasluz, pudo percatarse de que no llevaba sujetador, y que la camiseta desgastada y vieja, justo tapaba un coulotte que él pudo divisar en el precioso instante en el que ella se estiraba y le daba los buenos días a Salamanca. Era un coulotte blanco, de algodón. A los lados, llevaba dos finas tiras de raso rosa, y al final de estas, exactamente sobre sus muslos, unos pequeños lacitos. Uno a cada lado. Algo sutil y sencillo. Sin pretensiones, tal como era Marta.

Una chica risueña, sencilla y humilde. Iván la veía como algo inalcanzable a sus pensamientos, pero no por ello dejaba de pensar en ella. De desearla para sí mismo. Tenía la piel morena, color canela. Una piel mimada por el sol. Sus ojos eran de un marrón pardo. Enigmáticos y felinos. Dependiendo de la luz, se tornaban oscuros, misteriosos, negros, como la fría y eclipsada noche. Su mirada incandescente te absorbía. Sus labios eran voluminosos, apetitosos, tiernos. Su rostro, limpio, reluciente y puro. Despertaba un halo irisado de luz a su alrededor. Era como una ensoñación.

Ella terminó de pintar sus uñas y entró de nuevo en la casa. Iván en cuestión de segundos paso de deleitarse con su presencia, al tormento de su ausencia. Así, sin pensar, decidió ir a su casa, con el pretexto de llevarle unas cartas que el cartero, por equivocación dejó en su buzón.

Él no era demasiado alto. Era un chico desaliñado y descuidado. Vestía bastante hippie. Su pelo era ondulado, moreno, escalado y ligeramente le cubría los hombros. De piel blanquecina, tersa y muy fina. Con unos ojos color miel, que le daban un aire cándido y angelical. Ella inocentemente abrió la puerta sin pensar, pues esperaba la visita de una amiga. Marta perpleja y aturdida intentó taparse, estirando hacía abajo la camiseta. Pero, cuanto más intentaba taparse, más expectante se mostraba Iván, pues no se percataba que al bajar su vieja y desgastada camiseta, esta más se pegaba a sus pechos. Esplendorosos, redondos y firmes. Eso la hacía más insinuante y fascinante. Las pupilas de Iván se dilataron, el pulso se le aceleraba. Se hallaba tembloroso, agitado y sobresaltado, apenas podía sostener las cartas en su mano. Marta al percatarse, cerró la puerta y tomó las manos de él para cogerle las cartas. Corrió a ponerse un pantalón corto de deporte y agradecida, invitó a Iván a tomar un café.

Pasaron a la cocina y allí preparó el café. Entablaron una conversación sobre las casualidades de ser dos almas insólitas en una ciudad encantadora. Marta sacó la leche de la nevera y tomó un sorbo, directamente del tetra brick. Se sentía observada; y eso le gustaba. Una ligera sonrisa se dibujo en su rostro y con ella unos hoyuelos picarones se marcaron en sus mejillas. Al reír, la leche emergió de su boca y se le escapó por la comisura de sus labios, deslizándose por su barbilla, por su cuello, y empapando la camiseta. Esta se pegó a sus pechos, como una segunda piel y de repente, un frío recorrió su espalda y en ese preciso instante sus pezones se tornaron tiesos y puntiagudos.

La cafetera sonaba. El café hirviente ya había subido, al igual que ardorosa subió la temperatura de Iván. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Ella expectante le miraba y él se acerco a ella. Le retiró el pelo de la nuca y un dulce olor a agua de rosas le invadió. Pasó a susurrarle algo al oído: -"déjame que mis manos rocen tu cuerpo... Déjame soñar contigo". Ella se estremeció y le besó. Fue un beso intenso y apasionado. Sus besos eran dulces, explosivos, insólitos. ¡Sabían a ambrosía! Él, enajenado y abstraído por ella, la agarró por sus nalgas y la posó sobre la pica de la cocina. Allí se desprendió del pantalón y directo, fue a abrir el grifo del agua fría.

Marta tenía el chorro justo detrás; y el agua empapaba parte de su espalda y se introducía entre las cachas de su glúteo, prieto y respingón. Él mojó su mano, y humedecida, la pasó por su cara e introdujo sus dedos en su boca. Marta sacó su lengua. Los relamía y los mordisqueaba.
Iván llenó un vaso de agua, y lo dejó caer sobre su torso y sobre el coulotte, pegándose la camiseta más sus pechos, y a la luz se divisaba una pequeña línea de vello sobre su pubis.

Absorto se quedó Iván al ver la belleza de semejante criatura en todo su esplendor. Posteriormente la alzó y la tendió sobre la mesa, como a una diosa sobre un altar. Entre un acto de veneración y otro de reclamo, sigiloso y cauteloso fue retirando su camiseta, y tras ella el coulotte. Contraponiendo un ritual pudoroso, con uno de ostensible carnalidad. A la luz quedó todo su majestuoso cuerpo desnudo. Minucioso, se dispuso a ejecutar un acto en tono orgiástico.

Y allí encima, sobre aquel improvisado sagrario, Iván pasó a besar sus pies, y a lamer con delicadeza sus dedos y las uñas color vino, que con tanto esmero había pintado ella. Marta despertó sus más íntimos sentidos y los elevó en una oración al infinito; y rebosante de excitación dejó ir un fuerte espasmo que traspasó la cocina, alcanzando a Iván. Su respiración empezó a entrecortase y sus muslos a contraerse. Su lengua siguió ascendiendo por su pantorrilla. Se detuvo un pequeño instante y flexionó su pierna para lamer el interior de su rodilla. Continuó trepando con minúsculos besos. Recorrió todo su muslo, y justo en su ingle se detuvo. Allí la miró fijamente. Ella en silencio, con una mirada deleitosa y consternada, le pidió que no se detuviera. Él sonrió y con atrevimiento, posó sus manos sobre su sexo, acariciándolo. Se incorporó, y la besó con brío e ímpetu. Pequeños besos recorrían su cuello, deslizando sus manos por sus firmes y voluptuosos pechos, para paladearlos, degustarlos y relamerlos. Se alzó y fue directo a la nevera. Sacó una bandeja de fresas, y tomó una. Empezó a mordisquearla, y ella a la vez expectante mordisqueaba sus labios. Tomó otra y la empezó a deslizarla por su nariz, por su boca. Ella la lamía ansiosa. Iván podía notar la efusiva efervescencia de ella, así que prosiguió resbalando la fresa por su vientre. Marta notó el contraste frío de la fresa sobre su ombligo. Disipose rápidamente con el candente contacto de su piel. Lentamente fue descendiendo la fresa y la introdujo justo en sus entrañas, y de allí, directamente la tomó Iván y se la comió. Junto a su concentrada esencia.

Ella gemía loca de placer, y contraía sus muslos contra la cara de él. Iván se unió a ella y levantó su torso. Su cara estaba bañada por sus salobreños fluidos. La agarró por sus piernas y la arrastró firmemente hacía él. Sus nalgas se deslizaron por toda la mesa para encajar su cadera con la pelvis de él. Y allí sobre aquel retablo, la poseyó; y gozó de ese momento. Notando como las manos de Marta apretaban fuertemente sus cachas y las arrimaba hacía dentro suyo. Él gemía y ella gritaba. Un grito efusivo. Tan fuerte, que todos los vecinos del deslunado fueron participes de tal exaltación.

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