OPINIÓ

'Cantos de sirenas'

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Mientras terminaba de subir el café, Eneas remataba con esmero su trabajo. Estaba eligiendo cual de sus obras vería la luz, pues iba a ser partícipe de una exposición de arte en una galería de A Coruña. Lo disponía todo para salir. Dio el último sorbo a su café y cargó los cuadros en el coche. Eneas, vivía a diez minutos de A Coruña, en un entorno paisajístico en Da Costa Brava. Un acogedor pueblo lleno de espacios abiertos y salvajes, justos enfrente de la torre Hércules y custodiados por O Seixo Branco. Sus calles frías y solitarias en invierno eran habitadas por gentes que en mayor parte, vivían de la mar. Gente desconfiada al tacto, pero de gran corazón y nobleza.

Mera, disponía de preciosas y amplias playas de arena blanca y fina. Él, vivía justo al finalizar el paseo nuevo. En un antiguo pazo, con grandes ventanales de madera blanca, techos altos y resonantes, y sus paredes vestidas por sus obras. En su jardín, árboles centenarios, suelos de piedras esculpidas y un enorme portal que daba justo al mar infinito. En la segunda planta se hallaba su estudio, desde él, se divisaban los dos faros al unísono. Eneas, era un bohemio loco, vivía de su arte, de sus cuadros, de sus pinturas. Pasaba la mayor parte de su tiempo recluido en su pazo. Era una persona ermitaña de complexión normal, más bien fuerte, pues en múltiples ocasiones salía a faenar con su familia. Tenía unos 35 años. Cabellera castaña rizada, piel blanca y a nacarada; de descomunales y verdosos ojos, misteriosos y enigmáticos como él. Sus labios, gruesos y cortados delataban en ellos el azote constante del viento frío.Vestía bastante casual; unos vaqueros desgastados y una camiseta de algodón blanca y sobre está una blazer azul marino de terciopelo. En los pies, unas zapatillas deportivas blancas.

Llegó a la ciudad; y fue directo a la galería. Allí, le estaban esperando. Estuvieron comentando sus obras y la del resto de artistas y después de haberlo supervisado todo, decidió volver a casa. De camino, paró en una tienda de pinturas y compró algunos lienzos y algunas pinturas que le hacían falta. De regreso a Mera, era medio día y aprovecho para dar una vuelta por la playa. Sentía verdadera atracción por la mar, no en balde lo llevaba en los genes. Era descendiente de pescadores, sus abuelos, sus tíos, su padre...; para él, la mar era su enamorada, su amada. Su amor imposible. No pasaba ni un sólo día que él no bajara a la playa y disfrutara de su compañía.

Empezó a pasear y en unas rocas vio sentada una hermosa mujer. La vio triste, abatida y cabizbaja. Eneas se acercó y le preguntó si se encontraba bien, ella con un gesto contestó y le apartó. Él insistió y le dijo que su casa estaba a pie de playa, si le necesitaba, tan sólo tenía que ir en su busca. Ella no contestó y continuó llorando. Él lentamente fue apartándose, y fijando la vista atrás por si necesitaba de su ayuda. Al llegar a casa subió al estudio, guardó sus nuevas pinturas y los nuevos lienzos.Colocó uno de ellos en el caballete, e intentó pintar algo. Pero por más que lo intentaba no podía olvidar a aquella mujer. Se asomó a la ventara y tras ella, remolinos de viento acuático convertidos en brisa de mar empañaban sus cristales.

Anduvo buscando a la chica, sentía fascinación y curiosidad por ella; y allí la halló. Seguía sentada en la misma roca, en la misma posición, apenas se había movido. Eneas últimamente, andaba falto de imaginación y verla allí tan sola, tan frágil y desprotegida le inspiró ternura, dulzura y quiso plasmarla en uno de sus lienzos. Se apresuró por su caballete y sus pinturas y extasiado comenzó a pintar sin parar. Poco a poco iba descendiendo el sol, y empezó a soplar viento del suroeste, esté a su paso iba peinando las olas. El día se encapotaba y templado marcaba un gris azulado al caer.

En silencio, llegó la noche, sigilosa, tenue, y de sus nubes, surgía un orvallo que todo lo humedecía.
Abrió la ventana y asomó su torso. Minuciosa caía la lluvia, refrescándole levemente. Una alegre sensación mojaba su cara acompañada de salitre, de olor a mar y de algas traídas de las entrañas del océano. Alzó la vista y miró a las rocas. Su mirada sedienta buscaba su presencia; más no la halló. Desesperado decidió bajar a la playa y allí la vio, tendida en la arena. Las olas mecían su cuerpo, mar adentro. Corrió a socorrerla, cuál marinero al canto de una sirena. Su cuerpo estaba empapado, su piel gélida y sus labios amoratados. La alzó en sus brazos y a prisa la llevó a casa. Al llegar la recostó en un sofá, y se apresuró a prender la chimenea. Improvisó un colchón de cojines frente a la lumbre, y allí, quito le sus vestimentas mojadas, la tendió y la arropó con una manta para que entrara en calor.

Ella era morena, de larga melena. Delgada pero con curvas bien definidas. Ojos azules y intensos como la mar, lucía unas largas y pobladas pestañas. Sus labios carnosos en forma de corazón, hacían casi imposible no besarla. Fue a la cocina a por una taza de caldo caliente y se la arrimó, ella bebió. Poco a poco fue volviendo en sí. Eneas, se acercó a ella le retiró el cabello y le susurró: ¿cómo os llamáis bella sirena? Ella asustada se apartó; y él le dijo: no temáis, tan sólo deseo plasmar vuestra belleza en uno sólo de mis lienzos, dejarme que os pinte. Ella se incorporó y se apresuró a coger sus vestimentas mojadas. Se vistió a prisa y salió de la casa. Echó a correr, como alma que lleva el diablo. Eneas asombrado se quedó inmóvil, se dispuso a cerrar la puerta, cuando una fuerza ajena a él se lo impidió.

Era ella, haciendo presión para entrar. Ambos se quedaron mirándose fijamente, entonces ella le dijo: Eva, me llamo Eva. Pasó y justo delante de la chimenea y frente al asombro de Eneas, se desvistió, quedando su voluptuoso cuerpo desnudo a la luz y con delicadeza, se tendió sobre los cojines. La lumbre iluminaba sus formas y las sombreaba. Eneas se apresuró y fue por su caballete y sus pinturas y empezó a dibujar su irisada silueta. Pintó y pintó. Ella picarona sonreía, y expectante le miraba. Era una mirada que hechizaba los sentidos, cautivadora y seductora. Dejó de pintar y se acerco a ella. Posó su mano sobre la paleta y sus dedos tomaron forma de pincel, y los posó sobre sus pechos. Eran unos pechos suaves firmes, retaban a la gravedad. Sobre su satinada piel deslizaba sus dedos hasta llegar a su vientre. Sobre su cuerpo destellaba un majestuoso arco iris de colores.

Cosquilleos recorrían el cuerpo de Eva. Él besó su vientre, sus muslos y la encantadora sirena alivió su sed con su néctar. Unieron sus cuerpos. Sus movimientos rimaban al mismo son. Sonaron epítetos que plácidamente se tornaron gemidos y justó en ese instante cruzaron los límites de lo terrenal y ambos; se entregaron al deleite y disfrute del momento.

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