Pretenciosos destellos

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Tenía una joyería en la céntrica calle de Cirilo Amorós, un negocio familiar que había heredado de sus abuelos. Era una lujosa y amplia joyería, decorada con sumo gusto, con un ligero toque minimalista, rodeada de espejos negros y amplias vitrinas en las que se podían ver las exquisitas joyas que disponían en su haber.

Dos amplios mostradores en mármol negro vestían la entrada, sobre ellos unos exquisitos y pequeños espejos de pie barrocos montados en una montura de plata. Justo enfrente, unas cómodas butacas lacadas en plata y forradas de terciopelo gris marengo. Sobre los mostradores, dos grandes y vistosas arañas de diseño en color negro y plata, una a cada lado. A su cargo, tenía dos dependientas, Inés una jovenzuela de veintidós años, y Mercedes. Una mujer de cincuenta, que llevaba trabajando para él, desde que sus abuelos eran los propietarios.

Pablo era un hombre de unos cuarenta años. Soltero, interesante, sensual y fornido. Cuidaba con esmero su físico. Iba al gimnasio y cuando podía salía a navegar, por lo que tenía el cutis dorado por el sol. Pelo canoso y unos nítidos ojos azules le hacían muy atractivo. Era extrovertido y muy simpático; sabía ganarse bien a la clientela. Vestía un entallado traje chaqueta negro con ralla diplomática, camisa blanca y una corbata de seda en color burdeos. Zapatos italianos negros con cordones, a juego con el cinturón.

Era un hombre, tremendamente culto, amante de la lectura y un intelectual gran apasionado del arte. Lo reflejaba en todas y cada una de sus joyas. Sin duda, era el eterno galán. Mercedes era una mujer muy bien conservada para su edad. De corto pelo rubio, ojos marrones y una tez muy risueña. Por el contrario Inés era introvertida, tímida. Lucía una preciosa melena rizada, rojiza como el fuego. Su aterciopelada y lozana piel, era majestuosa. Sobre sus mejillas unas pecas que le daban un toco pintoresco. Tenía unos ojos color miel, una mirada intensa, dulce y angelical. Su temprana edad y su casta inocencia la convertían en algo virginal. Un tierno bombón que sacudía los sentidos. Ambas vestían un pantalón de pinzas negro, una negra camisa entallada al cuerpo, y en el cuello, un lazo que anudaban a un lado. No llevaban joyas, tan solo unos sencillos y diminutos brillantes en sus oídos. En el caso de Inés el cabello recogido. Un maquillaje tenue, un pequeño toque de rímel en las pestañas y un ligero brillo en los labios, algo sutil y deliciosamente encantador y elegante.

Aquel sábado, finalizaba ya la jornada laboral, los nervios y prisas de última hora afloraban el ambiente, pues ya terminaban de detallar los preparativos de la exposición. Andaron colocando los canapés sobre los mostradores, empezaron a colocar las copas y a medida que entraban los clientes iban descorchando, una a una las botellas de champagne francés. En el fondo de la joyería, sobre una improvisada y larga mesa cubierta por unos mantos de terciopelo negro, se hallaban los diamantes. Los había de todos los tamaños y tallajes. Había piezas especialmente sublimes de una belleza extraordinaria, lindas de verse sobre una mujer.

La exposición, hizo acopio de amigos y clientes y fue un verdadero éxito, tal como era de esperar. Fueron recogiendo y ya finalizando se quedaron Pablo y Inés en la tienda solos y allí él le dejó probarse una de las sortijas. Tomó su mano y le introdujo la sortija en su dedo, ella quedó deslumbrada por su belleza. Él admiraba como sus ojos brillaban, casi tanto como la preciosa alianza que recorría su dedo anular. Inés se quitó la sortija y Pablo la agrupó con el resto para guardarlas en la caja fuerte. De camino a la caja fuerte no podía olvidar el olor que Inés desprendía, un dulce olor afrutado, con ligeros toques de azahar. Eso embriagó sus sentidos.

Pablo se sintió atraído por ella desde el primer momento que la vio, y deseó poseer cada centímetro de su piel, pero antes codició deleitarse con su físico. Le pidió que se quedara. Ella sedienta de aventuras accedió a quedarse, y él se apresuró a cerrar la puerta. Bajó las luces, y sobre el mostrador tendió uno de los mantos de terciopelo negro. Cogió a Inés por la cintura y la sentó sobre el manto. Allí fue quitándole los zapatos, uno a uno, y lentamente empezó a desvestirla. Sus manos empezaron a ascender por su diminuto cuerpecito, fue ascendiendo por sus piernas, sus muslos. Fijó sus manos en su cadera y allí fue extrayendo la camisa de dentro del pantalón. Sus manos siguieron ascendiendo hasta llegar a su cuello. Allí desanudó el lazo, y posteriormente desató sus cabellos rojizos. Sus dedos se anudaron a sus rizos y los acercó para olisquearlos, podía notar su dulce y suave tacto. Desabotonó su camisa, introdujo sus manos dentro de la camisa y los posó sobre sus hombros. Lentamente fue abriendo su camisa, y la dejó caer por su espalda. Observaba cautivado sus voluptuosos pechos, cubiertos por un sujetador azul celeste, liso sin ningún tipo de pretensión.Continuó descendiendo sus manos por su torso y llegó a su cintura. Una vez allí deslizó sus dedos entre su pantalón y lo desabotonó, quedando a la vista un caulote del mismo color que el sujetador. Se lo retiró y la tendió sobre el mostrador. Peinó su pelo y acto seguido le retiró con mucha cautela sus prendas íntimas. Admirando en todo momento la belleza de su inmaculado cuerpo.

Fue a por los diamante de la caja fuerte, y los acercó al mostrador. Encajó sus manos en unos blancos guantes de algodón y con unas pinzas fue cubriendo su cuerpo con los diamantes. Minuciosamente los iba ordenando por tamaño y pureza sobre su pubis perfectamente depilado. Con cautela y minucia, uno a uno, fue dándole forma a su obra. Al rato se vislumbraba un precioso y destellante corazón. Luego sobre su vientre desnudo, deleitándose con su obra, se sirvió una copa de espumoso y frío champagne, dejándolo deslizar por su piel, notando como ésta se erizaba. Bebió y se embriagó de ella, sabía que no debía poseerla, así que allí la dejó y pasó a sentarse en uno de los sillones.

Se sirvió una copa de champagne y tomo asiento. Tomó aire y llevó su copa a la boca, posteriormente encendió un cigarrillo y allí admirado, se recreó observando y deleitándose con su primorosa y deslumbrante obra.

 

 

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