Promeses

Si, lo prometo

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Presidentes, consejeros, ministros, alcaldes o concejales se conforman como un ejército de personas enrolado en una estructura de poder tan oscura como inalcanzable puede ser el nirvana del paparazzi nuevo ministro de cultura. La jerarquía necesita de protocolos para reafirmarse y a la vez convencerse. Requiere de fórmulas que enaltezcan su contenido y significado. A la vez recuerde a todos que, como sólida pirámide, unos están arriba y otros abajo. Unos mandan y otros obedecen sin que el mandato sea directamente proporcional a la capacidad o valía del que ejerce la jefatura.

Lo absoluto del compromiso ha tenido precios distintos a lo largo de la historia. En casi todas partes, o cuando menos, en aquellos lugares que consideramos “civilizados”, la falta de él dejó hace mucho de pagarse con la vida. Los juramentos ante deidades, divinidades u otros usufructos “por la gracia del Dios de turno” no se consideran modernos y solo son utilizados por aquellos nostálgicos desaparecidos que en los últimos meses afloran por todas partes como si de setas en septiembre se tratara. En los días que ahora nos ocupan la fórmula progresista para dejar ante los ojos del sistema que doblegamos discretos la rodilla es la de la promesa. Una especie de taza de achicoria para sustituir un aromático café colombiano.

Corren nuevas palabras que a base de repetición se adhieren al catálogo de tu vecino, ese que es el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde... (por poner un ejemplo de claridad). Desde el supremacismo a la xenofobia, la inmensa mayoría no tiene “ni pajolera idea” de que quieren decir estos vocablos. Aun descendiendo el nivel de dificultad el desconocimiento y la ignorancia no reducen su influencia. Pasa con palabras a priori tan sencillas como PROMETER.

Un término que, desde la política, pasando por los negocios hasta llegar a las relaciones personales más básicas se usa con una alegría que es equivalente al conocimiento de un recién nacido sobre el número PI.

Y no será porque las hemerotecas no dispongan de ejemplos del sobeteo al que se somete a las promesas. Desde la Tierra prometida, hasta el “puedo prometer y prometo” pasando por “Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir” para llegar al “Sí, lo prometo” han sucumbido miles de promesas a las que se les pone poca cuenta y mucho olvido a lo Alaska y Dinarama. Total, ¿a quién le importa?

Solo por poner un poco más de luz a las sombras dejo aquí estas líneas. En lo que se refiere a una promesa, no está de más saber que comporta el formularla y el aceptarla. Así, como mínimo no nos llamaremos a engaño si las cosas no se producen como tú o yo en pueril inocencia esperamos.

El compromiso que asume el que promete es un compromiso de palabra, donde la persona empeña su honor y dignidad. Si, llegado el momento, el individuo no cumple con su promesa, habrá perdido el crédito o el respeto ante la persona a la cual falló. Con todo, es difícil que pueda sufrir algún tipo de consecuencia legal de su incumplimiento. Todo queda en algo simbólico y en el convencimiento de que el supuesto honor del que promete es el clásico espejismo del oasis en medio del desierto. Si me apuras, todo tan normalito como previsible.
Reyes, presidentes, jueces… testigos bajo anestesia de las promesas que suenan a actos de amor que como en la vida real, suelen ser mecidos y llevados por el viento a donde no los vuelves a ver jamás. Esta cruda realidad siento que se ajusta mucho más a otra frase hecha que dice: “No te puedo prometer nada…” Aunque claro, con la mano sobre la constitución de turno queda de todo menos bien.

Mientras estas cosas pasan, hay algo que poco debate tiene: Un sí, lo prometo, ayer, hoy, mañana y siempre que las palabras son de todo menos inocentes. Las penas que procuran y provocan son harina de otro costal.

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